lunes, 19 de mayo de 2014

¿Quién dijo miedo?

Me asomé a la ventana. Es una costumbre que tengo, cuando estoy cansada de tanto trabajar, me acerco y miro lo que tengo enfrente. Tan sólo es otro edificio, no hay vistas al mar (qué mar va a haber en Zaragoza), ni a ningún edificio emblemático, ni campos, ni nada en especial. Un bloque con vecinos que a veces también salen al balcón y observan mi fachada, tal vez espíen mis movimientos, quién sabe. Cuánto mal ha hecho Hitchcock con su Ventana indiscreta. O cuánto bien.
La cuestión es que, en mis ratos de pausa, curioseo a ver qué se cuece por allí. Y lo vi. Lo vi tentando a la suerte, a la gravedad, a la vida. Inconsciente del peligro que corría, paseando tranquilo por el borde de la barandilla de la terraza. ¡Un gato! Sí, un gato (o gata). Un siamés gordito, con su cara negra, sus patitas negras y su rabito negro.
Me tensé. La caída significaría su muerte. Es cierto que los felinos son dioses del equilibrio, pero éste agotaría sus siete vidas si se desplomaba desde el sexto piso. Por muy de pie que aterrizara, el golpe sería monumental. Acabaría aplastado contra la acera con las tripas fuera. Simplemente de pensarlo me dio una náusea. Puse las manos sobre el cristal y acerqué la cara empañando el vidrio con mi respiración. Quería salvarle, pero no sabía cómo. Un grito lo asustaría y no serviría de nada. Pensé en bajar a la calle por si se resbalaba poder cogerlo al vuelo. Pero deseché la idea, por ridícula. Simplemente me quedé quieta contemplando la escena.
Sufro mucho con estas cosas. No porque sea un gato. Cuando veo a cualquier acróbata me angustio. Es una mezcla de admiración y miedo lo que se agolpa en mi corazón. Un nudo en el estómago que ahoga el placer que nos da ver a los demás jugando con la muerte. Sobre todo con los que se cuelgan de una tela y se desprenden girando incontroladamente hasta quedar a unos centímetros del suelo. No puedo evitarlo, el riesgo con control o sin él me ataca el sistema nervioso.
Pues eso me provocaba el animal. Aunque en su especie sean conocidos por ser los magos de equilibrio, del sigilo y de la precisión, sufría por su suerte. Él (o ella), sin embargo, no sabía lo que era el miedo. Andaba hacia un lado, y después hacia el otro. Tenía todo bajo control. Se detenía, se inclinaba para mirar al suelo. ‘Susto o muerte’, parecía querer decirme. Hasta que al final, como si ya se hubiera cansado de tenerme en vilo, saltó… tranquilos, hacia dentro del balcón, y se perdió tranquilo por un salón que no alcanzo a ver desde mi posición de única asistente al espectáculo. Suspiré aliviada y me senté en la silla. Se acabó el descanso.

Acabo de mirar a través del cristal. Ahí está. Esta vez no tan cerca del abismo, pero solo en la terraza. Es precioso. O preciosa. No lo sé. Majestuoso, seguro, tremendamente ágil. Me encanta mi vecino o vecina. ‘¡Quieto ahí!’ le grito en silencio. El gato me mira y debe de sonreír para dentro. Se sube a la baranda mientras seguro que maúlla desafiante ‘¿quién dijo miedo?’.

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