jueves, 11 de diciembre de 2014

Del amor... o de lo que yo entiendo por amor

Nunca pensé que escribiría acerca del amor. Nunca pensé que me atrevería. Es peligroso porque se trata de una  sensación única e intransferible, que cada cual siente de una manera determinada, con un matiz distinto, singular, exclusivo, magnífico. Y es esa diferencia la que lo hace irresistiblemente especial.
Hay una edad en la que buscamos a nuestra pareja constantemente, con desesperación, me atrevería a decir. Y así, erramos continuamente al elegir a ese alguien que nos haga dichosos. Miramos las películas románticas y exploramos nuestro mundo tratando de encontrar las características que vuelven locas a las protagonistas de la cinta en cuestión. Pero ese amor no es real, es un amor de película.
El amor de verdad no es el que te deja sin aire constantemente, por el que tienes que luchar hasta olvidarte de ti misma o el que duele en lo más profundo de las entrañas. El amor auténtico es mucho más relajado, constante en el tiempo y en el espacio, y sobre todo, profundo. No quiero decir para siempre, porque hay amores que tienen fin, otros que no. Lo que desde luego no es el amor, es intermitente.
Antes yo también estaba segura de que el amor era casi un sinónimo de sufrimiento. Una angustia paliada con una alegría de vez en cuando, algo tremendamente bueno que hiciera olvidar el daño que te hace. «Si no te hiere, no será suficiente bueno», me repetía. Sin embargo, eso sólo te lleva a escoger a la persona equivocada, la que quiere otra cosa distinta de lo que tú deseas, y ahí está el dolor. Dos caminos separados que se juntan de vez en cuando, pero que siguen así, separados.
El truco es caminar junto a la otra persona. De la mano, tranquilamente, construyendo una senda conjunta, una que no haya recorrido ninguno de los dos, que esté por explorar. Y de esta manera, si hay algo malo, es malo para los dos, y los dos empujan para subir la cuesta, sin dejarse al otro abajo. Y si sucede algo bueno, es doblemente agradable, porque es compartido. En el amor nadie se queda atrás.
Otra gran equivocación es, precisamente, buscarlo con desesperación. El amor se encuentra, y así es más perfecto, más bonito. No se fuerza, es natural. Si uno deja de preocuparse por dar con la persona perfecta, de repente un día, la tiene al lado. Ha llegado sin hacer ruido y es lo más distinto a lo que estabas buscando unas semanas atrás. Pero algo ha nacido, una sensación de plenitud. Y piensas que si pierdes a ese alguien serás desdichado, porque es lo que te faltaba y ahora tienes. Y perder algo es peor que no haberlo tenido.
Hay quien dice que con el tiempo el amor se acaba y queda sólo el cariño. Yo prefiero pensar que lo que termina es el ansia, la necesidad, el miedo… y lo que permanece es el amor de verdad, el amor sosegado, la seguridad de que esa persona se quedará ahí contigo.
Al final, el amor es mucho más sencillo que todo lo que nos planteamos. Es saber que la otra persona estará para todo, es saber que te quiere y te respeta tal y como eres. Aunque a veces no te termine de entender, porque seamos sinceros, en ocasiones no nos entendemos ni nosotros mismos… y cuando nosotros mismos nos abandonaríamos, ahí está el otro, mirándonos con el rostro desencajado, confuso, pero dándonos un abrazo para aliviar nuestra pena.  El amor, aparte de sentirlo, se demuestra día a día con cada acto que lleva a la felicidad.

Y no es un camino de rosas, porque amar no es estar de acuerdo en todo, es, simplemente, llegar a un acuerdo. El amor no te cambia, te reafirma, te da seguridad, te complementa, pero no te transforma. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Todos ciegos, sordos, mudos

Llevaba tiempo sin actualizar el blog. Podríamos decir que por falta de temas sobre los que hablar, y ante el miedo de transmitir siempre lo mismo y pecar de pesada, parece mejor callarse y respetar la quietud. Como dicen: si lo que tienes que decir no es más bello que el silencio, no lo digas. Cabe la posibilidad de que también me encontrara carente de la ilusión con la que lo abrí, el pobrecillo no tiene mucho éxito. Entono aquí el ‘mea culpa’, puede que yo no esté en la élite de los escritores, estoy ensayando, estoy aprendiendo, como todos nosotros, y digo todos porque os contaré un secreto: en la vida nunca se conoce lo suficiente. Aunque, bien mirado, el motivo que me ha llevado a abandonarlo durante tanto tiempo es que he estado ocupada escribiendo algo distinto, un proyecto en el que llevo ya más de dos años y que no avanza tan rápido como a mí me gustaría, pero los días tienen veinticuatro horas, y por mucho que nos empeñemos en ampliarlas no hay negociación posible con el tiempo.
Lo que me ha traído hoy aquí es mi desencanto con la especie humana en general y mi necesidad de compartirlo con quien se asome por aquí. Es arriesgado generalizar, soy consciente, pero en varias ocasiones, muy cercanas, por desgracia, me he visto totalmente decepcionada por mis congéneres. Y para muestra, esa frase que cantamos cuando vemos un acto solidario: «aún hay esperanza»… un momento, meditémoslo un segundo, la bondad no debería ser algo extraordinario, debería ser la tónica general.
Por favor, no os sintáis aludidos. Como yo, perteneceréis a ese espectro de población que sí se comporta conforme a las normas y es capaz de ayudar cuando se percata de que es necesario. Y es que aquí no estoy hablando de irnos a África a combatir el ébola, valientes a los que admiro profundamente. Me refiero a algo mucho más sencillo y cercano que todos podemos practicar: el civismo.
¿O no es civismo ayudar cuando somos testigos de un incidente violento? Fijaos si ya es poco lo que pido, ni siquiera que nos metamos por medio, tan sólo que usemos los sentidos (y el móvil para llamar a la policía). Pero  no, parece mucho más fácil mirar para otro lado, o peor aún, ponerse del lado del más fuerte y hundir al débil.
¿Por qué cuando ven una injusticia, en vez de denunciarla, algunos se vuelven ciegos, sordos y mudos? ¿Tan malas personas son? O simplemente son... cobardes.
Por favor, a todas aquellas personas que alguna vez perdieron sus ojos, sus oídos y su boca, reflexionad, imaginad que el agredido es vuestro hijo o hija, vuestro padre o madre, vuestro hermano o hermana, vuestra pareja, vuestro abuelo o abuela, vuestro primo o prima, vuestro tío o tía, vuestro mejor amigo o amiga… Poneos en el lugar de esa persona y de sus familiares. Os gustaría que os ayudaran, ¿verdad? Todos estaréis pensando, qué estupidez, la gente no ignora estas situaciones, es imposible mantenerse al margen y huir… Os digo yo que sí, no que seáis vosotros los que deis media vuelta y continuéis con vuestra vida, pero los hay que así obran.

Y de esta despreciable manera hemos cimentado una sociedad en la que una persona que ayuda a otra es un héroe, residimos en un Gotham lleno de villanos pasivos.

viernes, 29 de agosto de 2014

La rescatadora de muñecas

Hacía calor, mucho. La niña jugaba en la orilla del mar creando castillos con cubitos que se derrumbaban porque la arena no estaba suficientemente húmeda. Pero ella era obstinada y no se rendía, tenía que crear una fortaleza para el Rey y la Reina, es decir, para la pala y el rastrillo, y era fundamental que tuviera cuatro torres en las cuatro esquinas de la muralla que defendería la residencia del interior.
Su madre se acercó a ella: «vamos a llamar a papá», la niña se levantó dejando de lado su construcción, hablar con su padre, que se había quedado trabajando y sin vacaciones, era mucho más importante. Se encaminaron hacia una cabina telefónica, ella avanzaba a pequeños saltitos, canturreando, de la mano de su progenitora. De repente, algo llamó su atención, en un banco del paseo había una muñeca, pequeñita, abandonada, triste. La chavalilla paró de golpe. La madre buscó con la mirada la causa y ella señaló al juguete, boquiabierta, sorprendida. «¿Quieres cogerla?», la respuesta fue sí, pero después pensó que tal vez la muñequita tuviera dueño y que si ella la raptaba podría causarle mucho dolor al chiquillo que la hubiera perdido, era muy posible que alguien fuera a buscarla en un rato. Así que la dejó allí y fueron a por un teléfono.
Habló con su padre de lo fantástico que era estar en la playa, ir a las ferias, jugar en el parque, comer gofres, pasear… A la vuelta casi había olvidado la muñeca, pero la volvió a ver, quieta en el banco, inerte, rogándole que la recogiera. Como si su madre hubiera leído su pensamiento le dijo «Si tuviera dueño ya hubiera vuelto a por ella, cógela». La niña corrió hacia el banco y la tomó tímidamente entre sus manos, como si estuviera robando. Se reunió con su madre y volvió a la playa. Allí se dio cuenta de que ese juguete había tenido dueño, un dueño malvado que había realizado una incisión de lado a lado del cuello de la muñequita. La había degollado. ¿Quién podía hacer eso a un juguete, al mejor compañero, al amigo silencioso con el que se podía contar, sobre el que se lloraba, con el que se reía…? La niña se estremeció ante tanta maldad.

Ya en casa su abuelo decidió ayudarle a curar a su nueva adquisición. Le puso una bufanda de cinta aislante a la muñeca para sanar la raja y le advirtió a la niña que jugara con cuidado, pues podía romperse del todo. «Eres toda una heroína, has rescatado a la muñequita de la muerte y le has dado una vida mejor, una segunda oportunidad», le hizo saber. La niña sonrió orgullosa y no se separó de ella nunca jamás.

martes, 5 de agosto de 2014

En busca del equilibrio perfecto

Hace un tiempo hablaba aquí del gato acróbata de mis vecinos de enfrente, el que se paseaba por la baranda de la terraza. Pues bien, me he dado cuenta de que yo hago como él. Y casi todas las personas lo hacen también. Estamos en una metafórica barandilla. Si caemos hacia dentro nos sentimos seguros y, por desgracia, aburridos, si es hacia fuera nos desprendemos hacia un agujero negro de amargura y soledad.
Por muy extraño que parezca, es el punto medio donde se encuentra la felicidad del ser humano. Quiero decir, el equilibrio entre lo que queremos y lo que podemos, lo que debemos ser y lo que ansiamos ser, lo que buscamos y con lo que nos encontramos. Allí está nuestro verdadero yo y con el que tenemos que convivir. Pero el camino a ser el gato circense que nunca se cae es difícil, no todos tenemos esa soltura para andar sobre tan estrecho trozo de metal. Hay algunos factores, comparables al viento en ese balcón de enfrente, que hacen peligrosa la búsqueda.
No todo sale como queremos que resulte. No todos llegamos a ser lo que deseamos ser. El bienestar lo alcanzan aquellos que encuentran el término medio, los que son capaces de luchar por sus sueños y, sobre todo, aceptar las derrotas. Asumir las frustraciones como parte del propio ser, hacerlas nuestras y aprender de ellas. Sólo así se puede seguir adelante y reiniciar el combate por otro proyecto.
Hay que adaptarse al medio, esto es la supervivencia. Si falla nuestro primer plan habrá que buscar un segundo. Las ilusiones nos mantienen en movimiento. El error es estancarse, compadecerse, hacer del fracaso nuestra seña de identidad y no algo que, a veces, sucede sin más. Todos perdemos batallas, incluso aquellos que se autodenominan triunfadores. Tenemos que sobreponernos, superarnos y sortear la caída libre, al pozo sin fondo, la tristeza.
Si por un casual habéis caído, tenéis que saber que nosotros no somos como los gatos. No tenemos siete vidas. Tenemos mil más. Hay que agarrarse a lo primero que veamos firme y trepar hasta nuestra propia barandilla. Nuestro suelo está mucho más abajo y no vamos a llegar a tocarlo. No lo haremos.
Y, sobre todo, sed conscientes de una cosa, cada uno es feliz de una manera, no os guiéis por lo que los demás crean que es lo mejor, nadie está equivocado, cada uno tiene su propio alféizar en el que batallar. No dejéis que menosprecien vuestros objetivos, son magníficamente diferentes, no son peores ni mejores.

Así que recordarlo, aferraos al equilibrio imposible. Convertid los sueños en metas y los errores en enseñanzas. Yo aún estoy aprendiendo a ello.

domingo, 13 de julio de 2014

Viva nuestro Fermín

Hace más o menos una semana llegó a mi mente el recuerdo de mi abuelo. Al principio no comprendí por qué justo en ese momento mi cabeza me lo devolvía, después, pensándolo fríamente, lo vinculé con el inicio de los Sanfermines. Qué curioso que el cerebro pueda hacer esas asociaciones totalmente inconscientes pero tan llenas de cordura. Mi abuelo no nació en Pamplona, ni siquiera sentía especial devoción por esas fiestas. Mi abuelo, simplemente, se llamaba Fermín.
Fue un momento triste, acordarse de un ser querido que ya no está contigo siempre tiene un tinte de nostalgia y dolor, pero sobre todo fue un recuerdo bonito y sereno. El rinconcito donde almaceno mis memorias tuvo el detalle de revivirme al abuelo que yo conocí en sus mejores días, alejándome de aquél al que la enfermedad dejó débil y carente de voluntad y al que yo me asomaba buscando en el fondo de sus ojos el reconocimiento, algo que me asegurara que era consciente de que estaba a su lado.
Pero gracias a Dios, la imagen que se me apareció fue la de un hombre fuerte y vivaz, el ‘yayo’ de verdad y el que tenemos que preservar siempre en nuestro corazón. El que mantuvo la cordura casi hasta el final y al que yo considero y consideré muy inteligente. Mi abuelo era un hombre callado, o por lo menos así lo recuerdo yo, manteniendo en silencio a no ser que alguien le preguntara o que la situación requiriera su quebrantamiento. Disfrutaba con pequeñas cosas, con una tarde de toros en Televisión Española, algo que no me gustaba y así se lo hacía saber, pero a él le daba igual, siguió viendo las corridas hasta que dejaron de televisarlas.
Otro de sus programas favoritos eran los documentales de animales. Esos que nos duermen a la mayoría, y supongo que a él también de vez en cuando, pero el caso es que le acompañaban, sobre todo cuando ya le fue imposible andar más allá de la plaza de al lado de su casa. Cuando fue así se sentaba en un banco y pasaba allí ratos muertos, distrayéndose mirando lo que ocurría a su alrededor.
Le gustaba estar con sus nietas, y en eso me considero infinitamente afortunada. El yayo jugó mucho conmigo. Había un juego en el que teníamos que aguantar sin enseñar los dientes, el que primero lo hacía, perdía. También me cantaba nanas, especialmente una que para mí era la suya. Una vez tuvo la paciencia de dictarme un libro entero porque yo me empeñé en transcribirlo. Habitualmente me venía a buscar al cole y me traía almendras para almorzar. Desde que murió no puedo comerme uno de estos frutos sin acordarme de él. Es su representación más cercana, las almendras cambiaron para siempre su significado desde que se fue.
Sin embargo, si por algo tenía pasión el yayo era por el guiñote. Después de comer se bajaba a echar la partidita, al Matadero en Zaragoza, al bar en Clarés. Y era imbatible. Por lo menos para mi prima y para mí. Una vez conseguimos ganarle entre las dos y fue el mayor triunfo de nuestra historia en lo que a cartas se refiere. Lo recuerdo con más alegría que cuando pasamos la primera ronda del campeonato de guiñote por parejas del pueblo. A veces me pregunto si le ganamos o se dejó. Ciertamente, muy malas cartas tenía que tener el hombre para que le venciéramos. En la playa sustituía la afición de las cartas por la petanca. A veces le íbamos a animar como buenas fans y algún trofeo se trajo para casa.
Y si hay un objeto que caracteriza a mi abuelo, a nuestro abuelo (porque tiene tres nietas), es su boina. La boina del yayo que tantas veces nos hemos puesto y le hemos puesto, con la que hemos jugado. No sé si tenía una, dos o cien, para mí era sólo una y era su boina, y pensar en ella me provoca un sentimiento muy especial.

En fin, que así quiero rememorarle, como el hombre tranquilo, el acomodador de cine nacido en Clarés de Ribota, el abuelo cascarrabias, el señor de la boina, el mejor jugador de guiñote del mundo mundial… nuestro yayo.

martes, 1 de julio de 2014

El mejor verano de tu vida

Tal vez cuando leas esto pienses que estoy loca. Que te quedan muchas más épocas estivales como para afirmar que este será el mejor verano de tu vida. Pero créeme, he pasado por ese periodo, y por unos cuantos más, y cada vez estoy más segura de que como aquél, no habrá otro.
Has terminado el bachiller, has aprobado la PAU (antes selectividad, después, Dios dirá en qué se convierte) y puedes afirmar que un ciclo de tu vida ha acabado para siempre. Miras con cierto rencor los muros de contención de ese edificio que te ha retenido durante seis años, después pasarás por su lado con nostalgia. No te voy a mentir, la universidad no está nada mal, es distinta, allí eres más libre, pero en el instituto has crecido, has comenzado a ser tú, tu futuro tú, has sentado las bases del adulto en el que te convertirás, en lo bueno y en lo malo. Y dentro de unos años justificarás tus acciones por lo que viviste allí. Y me darás la razón, ya verás.
Como decía has cerrado una etapa. Y dispones de tres meses para saborear la libertad de no tener que preocuparte por nada en especial, de no pensar en qué harás en septiembre, de ser feliz y disfrutar. Nunca más tendrás la certeza de que, a pesar de que has roto con algo, un nuevo horizonte se abre para ti. Después hay que lucharlo todo, pelearlo con rabia. La ilusión ya es distinta, siempre estará tildada de responsabilidad, de deber. Primero un curso tras otro, y aunque no tengas que estudiar para septiembre, tú sabes que no has terminado, y ya no es lo mismo. Cuando por fin completes tu grado… eso ya es otro cantar.
En este momento recorren tu cabeza mil planes. Tantos que no conseguirás realizarlos todos, pero es la ilusión la que te guía, el deseo hipnótico de ser feliz, porque por fin tienes tiempo para dedicarlo a todo lo que has dejado de lado durante el curso. Ya no sientes el cansancio, estás cargado de energía, hambre de mundo, de salir todas las tardes, con la misma gente y haciendo lo de siempre. Y sí, eso es la encarnación más próxima de la felicidad.
Y qué decir de la amistad. Nunca sentirás unos lazos tan fuertes como los que has estrechado durante estos años. Los amigos de adolescencia son los más intensos, los que más gustan y los que más duelen. Habéis luchado juntos y lo habéis celebrado juntos, en Salou, cómo no. Tal vez, y sólo tal vez, esa unión que crees inquebrantable algún día se rompa irremediablemente para siempre. Y no te darás cuenta, aunque te parezca algo improbable e irremisible. Incluso es posible que ni te duela perder a esas personas. Pero este verano son TUS AMIGOS, con mayúsculas y estás orgulloso de ellos, porque son importantes para ti. Harás otros a lo largo de tu vida, puede que sean hasta mejores, pero la sensación de grupo que tienes ahora ya no será tan intensa, y, sobre todo, nunca la sentirás tan irrompible.

Y así es, créeme. El mejor verano de tu vida. Así que, hazme un favor: disfruta.

martes, 17 de junio de 2014

Devuélvemela mañana

La inspiración se ha escapado. Tal vez fue por la ventana abierta, salió volando en un suspiro y buscó un artista en el que posarse. Pero en mí ya no está. Me ha abandonado a mi suerte con el ordenador delante y las teclas como enemigas. Las acaricio y siento su tacto, pienso que si paseo las yemas de mis dedos sobre ellas mis manos se pondrán  a escribir solas un relato con o sin sentido. Pero no es así.
Tampoco ha funcionado escuchar música, la verdad es que eso nunca me ayuda. Las notas me enredan mientras forman acordes y bailo en su pentagrama en vez de concentrarme en la página en blanco. Son dos actividades que sólo pueden convivir si una prevalece de forma muy evidente sobre la otra. Es decir, cuando estoy tan iluminada que no pararía de redactar ni aunque un huracán arrollara mi casa. Todo se destruiría, pero ahí quedaríamos nosotros tres: el ordenador, mi desatada imaginación y yo.
La siguiente opción es mirar a mi alrededor. Pero poco pasa en esta revuelta tarde de junio. Los árboles se bambolean obligados por el viento. La gente pasea, los niños ríen. El bar de enfrente vive esplendoroso su mejor época, el verano. Momento en que decidimos bajar a la calle y consumir refrescos, cañas, helados. El aire no aplaca este sublime placer de quedar “a tomar algo”. Y menos en Zaragoza, si no te adaptas al condenado cierzo mejor será que te mudes. La capital aragonesa podrá cambiar en muchas cosas, pero él estará siempre ahí de testigo, haciendo que peinarse sea una afición en vez de una obligación, porque para lo que te va a durar…

Es posible que haya sido ese aire el que se ha llevado a mis musas. ¿Dónde estarán? Quizá acompañen a un músico obstinado en componer una pegadiza melodía. A una bailarina que trata de superarse exigiéndose mucho más de lo que su cuerpo aguanta. A un científico, a un inventor, a un soñador que quiere cambiar el mundo. Sea quien sea el que tenga mi inspiración, por favor, aprovéchala bien y, sobre todo, devuélvemela mañana.

martes, 10 de junio de 2014

La mirada de Miguel Mena

Todas las miradas del mundo de Miguel Mena deja un sabor agridulce. Se trata de una crónica minuciosa sobre lo que acontecía en los tiempos de Naranjito en nuestro país. De telón de fondo encontramos la inseguridad. La inseguridad que vivía la población, la policía, el mundo en general.
Mena relata con la excusa del mundial de 1982 un mosaico de historias que juntas contemplan una sola, la de España. Un país hundido por el terrorismo, la droga, los fascistas empeñados en volver al régimen anterior, la colza y unas fuerzas de seguridad deshechas por la incapacidad de defender a la ciudadanía, azotadas por las muertes de sus compañeros día sí y día también.
Y más allá de eso, una narración de los sucesos internacionales que rodeaban nuestra península, empapados por la guerra entre comunismo y capitalismo. Un país dividido, un mundo dividido que estalla en un mundial de fútbol cuando desaparece un miembro de la delegación neozelandesa. El inspector Mainar es el encargado de investigar el caso, pretexto para repasar la historia.

El autor narra con acierto los hechos, entremezclando las voces de todos los personajes hasta completar un puzle en el que la última pieza cae como una losa cruel sobre el lector, impregnándonos de una sensación de dolorosa impotencia. 

miércoles, 28 de mayo de 2014

Nada más amado que lo que perdí

Era ya de madrugada y no podía dormir. Se levantó cansada pero insomne y salió a la terraza. Contempló el mar, bravo, azotando con furia las rocas con sus olas, e intentó relajarse. El aire le golpeaba la cara, su pelo volaba en todas las direcciones bailando con el viento, enredándose, confuso, casi tanto como su corazón.
Un corazón resquebrajado por la ausencia, apesadumbrado por el remordimiento, pequeñito, débil y arrepentido. Una lágrima le recorrió el rostro y se desplomó por la pendiente de la mejilla para terminar por caer suicida al suelo.
Se sentía sola porque así lo estaba. Cuántas cosas había antepuesto a él. Había mil asuntos que hacer antes que dedicar su tiempo a amarle. Había que progresar, prosperar… todo pros convertidos en contras. Pensó que siempre estaría ahí, a la sombra de su éxito, aguardando el momento de disfrutar con ella, de disfrutar de ella, de construir un mañana juntos. Y sin que ella lo hubiera advertido, él se había hartado de esperar a que llegara su turno.
Un buen día regresó de su muy luchado trabajo y él no estaba. No quedaban sus cosas, no sentía su olor. Su presencia se había evaporado junto con sus zapatillas de andar por casa, su cepillo de dientes, su colección de DVD’s de Kubrick, sus sonrisas de buenos días, sus besos de buenas noches.


Ya nada de eso estaba. Solo quedaba silencio, distancia, desasosiego, sensación de haber hecho todo mal y de haber echado de su vida lo más quería, aunque no lo supiera hasta esa noche oscura de ventisca. Y es que, como bien dice Serrat: no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, ni nada más amado que lo que perdí.

lunes, 19 de mayo de 2014

¿Quién dijo miedo?

Me asomé a la ventana. Es una costumbre que tengo, cuando estoy cansada de tanto trabajar, me acerco y miro lo que tengo enfrente. Tan sólo es otro edificio, no hay vistas al mar (qué mar va a haber en Zaragoza), ni a ningún edificio emblemático, ni campos, ni nada en especial. Un bloque con vecinos que a veces también salen al balcón y observan mi fachada, tal vez espíen mis movimientos, quién sabe. Cuánto mal ha hecho Hitchcock con su Ventana indiscreta. O cuánto bien.
La cuestión es que, en mis ratos de pausa, curioseo a ver qué se cuece por allí. Y lo vi. Lo vi tentando a la suerte, a la gravedad, a la vida. Inconsciente del peligro que corría, paseando tranquilo por el borde de la barandilla de la terraza. ¡Un gato! Sí, un gato (o gata). Un siamés gordito, con su cara negra, sus patitas negras y su rabito negro.
Me tensé. La caída significaría su muerte. Es cierto que los felinos son dioses del equilibrio, pero éste agotaría sus siete vidas si se desplomaba desde el sexto piso. Por muy de pie que aterrizara, el golpe sería monumental. Acabaría aplastado contra la acera con las tripas fuera. Simplemente de pensarlo me dio una náusea. Puse las manos sobre el cristal y acerqué la cara empañando el vidrio con mi respiración. Quería salvarle, pero no sabía cómo. Un grito lo asustaría y no serviría de nada. Pensé en bajar a la calle por si se resbalaba poder cogerlo al vuelo. Pero deseché la idea, por ridícula. Simplemente me quedé quieta contemplando la escena.
Sufro mucho con estas cosas. No porque sea un gato. Cuando veo a cualquier acróbata me angustio. Es una mezcla de admiración y miedo lo que se agolpa en mi corazón. Un nudo en el estómago que ahoga el placer que nos da ver a los demás jugando con la muerte. Sobre todo con los que se cuelgan de una tela y se desprenden girando incontroladamente hasta quedar a unos centímetros del suelo. No puedo evitarlo, el riesgo con control o sin él me ataca el sistema nervioso.
Pues eso me provocaba el animal. Aunque en su especie sean conocidos por ser los magos de equilibrio, del sigilo y de la precisión, sufría por su suerte. Él (o ella), sin embargo, no sabía lo que era el miedo. Andaba hacia un lado, y después hacia el otro. Tenía todo bajo control. Se detenía, se inclinaba para mirar al suelo. ‘Susto o muerte’, parecía querer decirme. Hasta que al final, como si ya se hubiera cansado de tenerme en vilo, saltó… tranquilos, hacia dentro del balcón, y se perdió tranquilo por un salón que no alcanzo a ver desde mi posición de única asistente al espectáculo. Suspiré aliviada y me senté en la silla. Se acabó el descanso.

Acabo de mirar a través del cristal. Ahí está. Esta vez no tan cerca del abismo, pero solo en la terraza. Es precioso. O preciosa. No lo sé. Majestuoso, seguro, tremendamente ágil. Me encanta mi vecino o vecina. ‘¡Quieto ahí!’ le grito en silencio. El gato me mira y debe de sonreír para dentro. Se sube a la baranda mientras seguro que maúlla desafiante ‘¿quién dijo miedo?’.

jueves, 8 de mayo de 2014

Niña guerrera

Habían venido a mitad de la noche y le habían arrebatado a sus padres, y junto con ellos, la niñez. Entraron desbocados y su madre la escondió rápido bajo la cama. Primero mataron a su padre, que, inútilmente, trató de defender su casa. Su madre no tuvo tanta suerte. Cuando cesaron los gritos, robaron su pobreza y se fueron estrepitosamente, salió de su escondrijo para encontrar a la mujer que le había dado la vida desnuda, desgarrada, humillada y asesinada. No tuvo fuerzas ni para llorar.
Esperó a que se hiciera de día abrazada al ya frío cadáver de su madre y se fue de casa con la espada de su padre como compañera. Ya no era sólo una niña, era una niña guerrera. Confusa se lanzó al bosque en busca de venganza. Era peligroso, pero ya nada tenía, así que nada podía perder.
Cuando ya estaba en el corazón de la arboleda y la humedad había calado en sus huesos y en su dolor, un bandido se interpuso en su camino, puñal en mano y amenazas en los labios. Mostró los dientes, negros y podridos, y se acercó desafiante a ella. No tenía nada que él pudiera hurtar, aparte de su inocencia, y eso la envalentonó. La niña guerrera alzó el acero, el hombre no esperaba un ataque, así que no tuvo tiempo de defenderse. La joven hincó la afilada daga en ese cuerpo tres veces más grande que ella. Atravesó carne, hueso y vísceras, no se explicaba de dónde había salido tanta fuerza, quizá fuese su rabia. Levantó la cara y se topó con los ojos del salteador. En ellos, antes encendidos por el odio, asomó una expresión de sorpresa. En ellos, antes puro fuego, se apagaba la vida. Cuando se quedaron gélidos e inertes, el hombre perdió la fuerza y ella soltó la empuñadura dejándole caer. Se desplomó ensangrentado sobre la húmeda tierra y en ella se agolparon los remordimientos.

El mar se alojó en su mirada y las lágrimas le quemaron el rostro. Lágrimas de horror, rabia y arrepentimiento. Sollozó acurrucada junto al tronco de un árbol, asqueada por la injusticia de la vida, y preguntándose por qué para salvar su vida, había tenido que sesgar otra. Cuando se recompuso, la niña guerrera arrancó la espada del cuerpo del ladrón y siguió por la lúgubre senda, desconocedora de que en pocas horas había envejecido cien años.

jueves, 1 de mayo de 2014

Toda relación recíproca es justa

Hacía cuatro horas que lo conocía y sentía que la relación venía de mucho más lejos. Él le había contado todo sobre sus viajes, su forma de ver el mundo, su manera de sentir. Y ella había respondido de la misma manera. Incluso hablando de cosas que no había confesado a nadie. “Es lo bueno que tiene hablar con un extraño, que no importa desvelar secretos. No me conoce y no me llegará nunca a conocer. Ni yo a él. Una relación recíproca”, había pensado.
Y eso que cuando se montó en ese incómodo autobús no quería hablar con nadie. Estaba demasiado decaída pensando en lo que dejaba atrás. Familia, amigos, su ciudad, su vida. Y todo por trabajo. Más bien por no tener trabajo. Se había sentado, había sacado un libro y se había puesto los cascos. Y entonces había llegado él. Alto, delgado, moreno, con barba desaliñada e hirsuta, ojos oscuros, penetrantes, llenos de vida y curiosidad. Pocos años más mayor que ella, pero, como luego pudo comprobar, había vivido el triple. Caminó encorvado hasta su sitio, porque incorporado tocaba el techo, y pidió, educadamente y con un irresistible acento argentino, que le dejara pasar a su asiento.
Cuando se puso en marcha el autobús los dos miraron con nostalgia por la ventanilla. Muchas personas decían adiós con la mano desde abajo, e incluso tiraban besos al aire, algunos con la mirada difusa por las lágrimas. Pero nadie se despedía de ellos.
Tan sólo debieron pasar cinco minutos desde que salieron de la estación hasta que él comenzó a hablarle. Le quemaba el silencio, se le notaba. Se justificó diciendo que en los viajes se conocía a mucha gente interesante. “Pero yo no lo soy” había pensado ella mientras sonreía educadamente. No quería hablar, pero no sabía cómo decirle que se callara sin ofenderle.
Así había comenzado todo. Y así había fluido hasta que él dijo las palabras malditas. Cuando alguien decía las palabras malditas ella solía callarse, mirar al suelo y sentirse avergonzada, para, finalmente, fingir que estaba de acuerdo con algo con lo que discrepaba por completo. Las palabras malditas eran “Yo no me ato a nada ni a nadie, soy libre” o “una relación conlleva dependencia y la dependencia no es justa”, o “es mejor estar solo que tener que acomodarse a los gustos de otro”, o “yo no echo de menos a mi familia, tan sólo a mis amigos”, había muchas maneras de expresar las palabras malditas. En realidad, era un sentimiento maldito.
No lo entendía. Parecían tener miedo a quedarse en una ciudad mucho tiempo, a ir a admitir que necesitan a sus padres como el niño que les niega el beso porque están sus amigos delante, a enamorarse… Como si vivir en una ciudad un largo periodo fuese raro o malo. Como si querer estar con la familia fuera cosa de niños mimados. Como si tener pareja fuese sinónimo de ser prisionero. Ella siempre había creído que era de una ciudad, y esa ciudad era la suya, por muchas otras que viera o en las que viviera. Que tenía unos padres, y ellos tenían una hija, y que era perfectamente normal querer pasar tiempo con aquellas personas que le habían dado la vida. Y, sobre todo, que el amor no era privativo, sino completivo. Sobre todo si amas a alguien y ese alguien también te ama. La libertad no tiene por qué conllevar la soledad, porque toda relación recíproca es justa.


Pero no dijo nada. Miró al suelo avergonzada y mintió: “por eso me he ido… no quiero atarme a nada ni a nadie”.

martes, 22 de abril de 2014

Cuando era capaz de soñar...

Todo era mejor cuando era capaz de soñar. Cuando vivía de la ilusión. Cuando me embriagaba el pensar cómo sería mi vida. Divagar sobre lo que me podría encontrar a la vuelta de cada esquina, mirar con los ojos cargados de fantasía y componer mis propias canciones al son del poder de mi imaginación.
Todo era mejor cuando me levantaba con una utopía en mente cada mañana. Cuando confiaba en que mis deseos se convertirían en realidad. Cuando conservaba la esperanza aunque todo estuviera en mi contra. Cuando tenía ganas y fuerzas para luchar.
Ahora mi vida es, ya no puede ser. De repente no cabe en mi boca el futuro, tan sólo el presente. Ya no hay proyectos imposibles o viajes lejanos. Dejé lo onírico por lo empírico. La batalla del corazón contra la razón se ha saldado a favor del equipo visitante. Maldito intruso. Yo no quería crecer, pero he crecido. Yo ansiaba ser Peter Pan y resulta que soy Wendy.
El largo plazo cada día es más largo, pero hay que ir paso a paso, sobre seguro, sin saltar muy alto, no sea que nos hagamos daño. Cada vez menos derechos, cada vez más obligaciones. Se repite el ‘tengo que’, se aleja el ‘quiero que’.
Y yo me pregunto ¿por qué? ¿Por qué no hacer lo que uno desea sin mirar si compensa o no? ¿Por qué los adultos no saltamos sobre los charcos, si no que los bordeamos como si fueran tóxicos o venenosos? ¿Por qué tanta verdura y tan poco chocolate? ¿Por qué hemos dejado de jugar y sólo trabajamos? ¿Por qué tenemos que medir los planes cuando en nuestra cabeza cabe todo? ¿Por qué no afirmar que podemos volar si de verdad podemos soñar que lo hacemos?
Yo anoche volé en mis sueños. La gravedad no existe en mi imaginación. El mundo que podemos crear dentro de nosotros es inabarcable. Los juegos son el alimento del alma. Lo dulce siempre es placentero, y lo placentero, te hace feliz. Lo único venenoso en este mundo es rendirse y dejar de perseguir quimeras. Lo que realmente compensa en esta vida es lo que nos hace sonreír. O llorar. O emocionarnos. O enfadarnos. O enrabiarnos. O extasiarnos. En definitiva, lo que nos hace sentir. La anestesia es mala compañera.
Hoy he decidido volver a escribir. Mi sueño. Mi ilusión. Sé que nunca dejé de hacerlo. Cada día recitaba unas líneas en mi corazón y las guardaba bajo llave en el alma, a la espera de que alguien me dijera, ‘ya puedes hacerlo’. Pero ya no necesito permiso. Me lo he dado yo misma. ¿Por qué temer el fracaso, si no intentarlo ya lo es?

El mundo era mejor cuando era capaz de soñar. Y ya os he dicho que anoche soñé que volaba. Sigo aquí, con los pies en el suelo, y la cabeza en las nubes.