miércoles, 28 de mayo de 2014

Nada más amado que lo que perdí

Era ya de madrugada y no podía dormir. Se levantó cansada pero insomne y salió a la terraza. Contempló el mar, bravo, azotando con furia las rocas con sus olas, e intentó relajarse. El aire le golpeaba la cara, su pelo volaba en todas las direcciones bailando con el viento, enredándose, confuso, casi tanto como su corazón.
Un corazón resquebrajado por la ausencia, apesadumbrado por el remordimiento, pequeñito, débil y arrepentido. Una lágrima le recorrió el rostro y se desplomó por la pendiente de la mejilla para terminar por caer suicida al suelo.
Se sentía sola porque así lo estaba. Cuántas cosas había antepuesto a él. Había mil asuntos que hacer antes que dedicar su tiempo a amarle. Había que progresar, prosperar… todo pros convertidos en contras. Pensó que siempre estaría ahí, a la sombra de su éxito, aguardando el momento de disfrutar con ella, de disfrutar de ella, de construir un mañana juntos. Y sin que ella lo hubiera advertido, él se había hartado de esperar a que llegara su turno.
Un buen día regresó de su muy luchado trabajo y él no estaba. No quedaban sus cosas, no sentía su olor. Su presencia se había evaporado junto con sus zapatillas de andar por casa, su cepillo de dientes, su colección de DVD’s de Kubrick, sus sonrisas de buenos días, sus besos de buenas noches.


Ya nada de eso estaba. Solo quedaba silencio, distancia, desasosiego, sensación de haber hecho todo mal y de haber echado de su vida lo más quería, aunque no lo supiera hasta esa noche oscura de ventisca. Y es que, como bien dice Serrat: no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, ni nada más amado que lo que perdí.

lunes, 19 de mayo de 2014

¿Quién dijo miedo?

Me asomé a la ventana. Es una costumbre que tengo, cuando estoy cansada de tanto trabajar, me acerco y miro lo que tengo enfrente. Tan sólo es otro edificio, no hay vistas al mar (qué mar va a haber en Zaragoza), ni a ningún edificio emblemático, ni campos, ni nada en especial. Un bloque con vecinos que a veces también salen al balcón y observan mi fachada, tal vez espíen mis movimientos, quién sabe. Cuánto mal ha hecho Hitchcock con su Ventana indiscreta. O cuánto bien.
La cuestión es que, en mis ratos de pausa, curioseo a ver qué se cuece por allí. Y lo vi. Lo vi tentando a la suerte, a la gravedad, a la vida. Inconsciente del peligro que corría, paseando tranquilo por el borde de la barandilla de la terraza. ¡Un gato! Sí, un gato (o gata). Un siamés gordito, con su cara negra, sus patitas negras y su rabito negro.
Me tensé. La caída significaría su muerte. Es cierto que los felinos son dioses del equilibrio, pero éste agotaría sus siete vidas si se desplomaba desde el sexto piso. Por muy de pie que aterrizara, el golpe sería monumental. Acabaría aplastado contra la acera con las tripas fuera. Simplemente de pensarlo me dio una náusea. Puse las manos sobre el cristal y acerqué la cara empañando el vidrio con mi respiración. Quería salvarle, pero no sabía cómo. Un grito lo asustaría y no serviría de nada. Pensé en bajar a la calle por si se resbalaba poder cogerlo al vuelo. Pero deseché la idea, por ridícula. Simplemente me quedé quieta contemplando la escena.
Sufro mucho con estas cosas. No porque sea un gato. Cuando veo a cualquier acróbata me angustio. Es una mezcla de admiración y miedo lo que se agolpa en mi corazón. Un nudo en el estómago que ahoga el placer que nos da ver a los demás jugando con la muerte. Sobre todo con los que se cuelgan de una tela y se desprenden girando incontroladamente hasta quedar a unos centímetros del suelo. No puedo evitarlo, el riesgo con control o sin él me ataca el sistema nervioso.
Pues eso me provocaba el animal. Aunque en su especie sean conocidos por ser los magos de equilibrio, del sigilo y de la precisión, sufría por su suerte. Él (o ella), sin embargo, no sabía lo que era el miedo. Andaba hacia un lado, y después hacia el otro. Tenía todo bajo control. Se detenía, se inclinaba para mirar al suelo. ‘Susto o muerte’, parecía querer decirme. Hasta que al final, como si ya se hubiera cansado de tenerme en vilo, saltó… tranquilos, hacia dentro del balcón, y se perdió tranquilo por un salón que no alcanzo a ver desde mi posición de única asistente al espectáculo. Suspiré aliviada y me senté en la silla. Se acabó el descanso.

Acabo de mirar a través del cristal. Ahí está. Esta vez no tan cerca del abismo, pero solo en la terraza. Es precioso. O preciosa. No lo sé. Majestuoso, seguro, tremendamente ágil. Me encanta mi vecino o vecina. ‘¡Quieto ahí!’ le grito en silencio. El gato me mira y debe de sonreír para dentro. Se sube a la baranda mientras seguro que maúlla desafiante ‘¿quién dijo miedo?’.

jueves, 8 de mayo de 2014

Niña guerrera

Habían venido a mitad de la noche y le habían arrebatado a sus padres, y junto con ellos, la niñez. Entraron desbocados y su madre la escondió rápido bajo la cama. Primero mataron a su padre, que, inútilmente, trató de defender su casa. Su madre no tuvo tanta suerte. Cuando cesaron los gritos, robaron su pobreza y se fueron estrepitosamente, salió de su escondrijo para encontrar a la mujer que le había dado la vida desnuda, desgarrada, humillada y asesinada. No tuvo fuerzas ni para llorar.
Esperó a que se hiciera de día abrazada al ya frío cadáver de su madre y se fue de casa con la espada de su padre como compañera. Ya no era sólo una niña, era una niña guerrera. Confusa se lanzó al bosque en busca de venganza. Era peligroso, pero ya nada tenía, así que nada podía perder.
Cuando ya estaba en el corazón de la arboleda y la humedad había calado en sus huesos y en su dolor, un bandido se interpuso en su camino, puñal en mano y amenazas en los labios. Mostró los dientes, negros y podridos, y se acercó desafiante a ella. No tenía nada que él pudiera hurtar, aparte de su inocencia, y eso la envalentonó. La niña guerrera alzó el acero, el hombre no esperaba un ataque, así que no tuvo tiempo de defenderse. La joven hincó la afilada daga en ese cuerpo tres veces más grande que ella. Atravesó carne, hueso y vísceras, no se explicaba de dónde había salido tanta fuerza, quizá fuese su rabia. Levantó la cara y se topó con los ojos del salteador. En ellos, antes encendidos por el odio, asomó una expresión de sorpresa. En ellos, antes puro fuego, se apagaba la vida. Cuando se quedaron gélidos e inertes, el hombre perdió la fuerza y ella soltó la empuñadura dejándole caer. Se desplomó ensangrentado sobre la húmeda tierra y en ella se agolparon los remordimientos.

El mar se alojó en su mirada y las lágrimas le quemaron el rostro. Lágrimas de horror, rabia y arrepentimiento. Sollozó acurrucada junto al tronco de un árbol, asqueada por la injusticia de la vida, y preguntándose por qué para salvar su vida, había tenido que sesgar otra. Cuando se recompuso, la niña guerrera arrancó la espada del cuerpo del ladrón y siguió por la lúgubre senda, desconocedora de que en pocas horas había envejecido cien años.

jueves, 1 de mayo de 2014

Toda relación recíproca es justa

Hacía cuatro horas que lo conocía y sentía que la relación venía de mucho más lejos. Él le había contado todo sobre sus viajes, su forma de ver el mundo, su manera de sentir. Y ella había respondido de la misma manera. Incluso hablando de cosas que no había confesado a nadie. “Es lo bueno que tiene hablar con un extraño, que no importa desvelar secretos. No me conoce y no me llegará nunca a conocer. Ni yo a él. Una relación recíproca”, había pensado.
Y eso que cuando se montó en ese incómodo autobús no quería hablar con nadie. Estaba demasiado decaída pensando en lo que dejaba atrás. Familia, amigos, su ciudad, su vida. Y todo por trabajo. Más bien por no tener trabajo. Se había sentado, había sacado un libro y se había puesto los cascos. Y entonces había llegado él. Alto, delgado, moreno, con barba desaliñada e hirsuta, ojos oscuros, penetrantes, llenos de vida y curiosidad. Pocos años más mayor que ella, pero, como luego pudo comprobar, había vivido el triple. Caminó encorvado hasta su sitio, porque incorporado tocaba el techo, y pidió, educadamente y con un irresistible acento argentino, que le dejara pasar a su asiento.
Cuando se puso en marcha el autobús los dos miraron con nostalgia por la ventanilla. Muchas personas decían adiós con la mano desde abajo, e incluso tiraban besos al aire, algunos con la mirada difusa por las lágrimas. Pero nadie se despedía de ellos.
Tan sólo debieron pasar cinco minutos desde que salieron de la estación hasta que él comenzó a hablarle. Le quemaba el silencio, se le notaba. Se justificó diciendo que en los viajes se conocía a mucha gente interesante. “Pero yo no lo soy” había pensado ella mientras sonreía educadamente. No quería hablar, pero no sabía cómo decirle que se callara sin ofenderle.
Así había comenzado todo. Y así había fluido hasta que él dijo las palabras malditas. Cuando alguien decía las palabras malditas ella solía callarse, mirar al suelo y sentirse avergonzada, para, finalmente, fingir que estaba de acuerdo con algo con lo que discrepaba por completo. Las palabras malditas eran “Yo no me ato a nada ni a nadie, soy libre” o “una relación conlleva dependencia y la dependencia no es justa”, o “es mejor estar solo que tener que acomodarse a los gustos de otro”, o “yo no echo de menos a mi familia, tan sólo a mis amigos”, había muchas maneras de expresar las palabras malditas. En realidad, era un sentimiento maldito.
No lo entendía. Parecían tener miedo a quedarse en una ciudad mucho tiempo, a ir a admitir que necesitan a sus padres como el niño que les niega el beso porque están sus amigos delante, a enamorarse… Como si vivir en una ciudad un largo periodo fuese raro o malo. Como si querer estar con la familia fuera cosa de niños mimados. Como si tener pareja fuese sinónimo de ser prisionero. Ella siempre había creído que era de una ciudad, y esa ciudad era la suya, por muchas otras que viera o en las que viviera. Que tenía unos padres, y ellos tenían una hija, y que era perfectamente normal querer pasar tiempo con aquellas personas que le habían dado la vida. Y, sobre todo, que el amor no era privativo, sino completivo. Sobre todo si amas a alguien y ese alguien también te ama. La libertad no tiene por qué conllevar la soledad, porque toda relación recíproca es justa.


Pero no dijo nada. Miró al suelo avergonzada y mintió: “por eso me he ido… no quiero atarme a nada ni a nadie”.