domingo, 13 de julio de 2014

Viva nuestro Fermín

Hace más o menos una semana llegó a mi mente el recuerdo de mi abuelo. Al principio no comprendí por qué justo en ese momento mi cabeza me lo devolvía, después, pensándolo fríamente, lo vinculé con el inicio de los Sanfermines. Qué curioso que el cerebro pueda hacer esas asociaciones totalmente inconscientes pero tan llenas de cordura. Mi abuelo no nació en Pamplona, ni siquiera sentía especial devoción por esas fiestas. Mi abuelo, simplemente, se llamaba Fermín.
Fue un momento triste, acordarse de un ser querido que ya no está contigo siempre tiene un tinte de nostalgia y dolor, pero sobre todo fue un recuerdo bonito y sereno. El rinconcito donde almaceno mis memorias tuvo el detalle de revivirme al abuelo que yo conocí en sus mejores días, alejándome de aquél al que la enfermedad dejó débil y carente de voluntad y al que yo me asomaba buscando en el fondo de sus ojos el reconocimiento, algo que me asegurara que era consciente de que estaba a su lado.
Pero gracias a Dios, la imagen que se me apareció fue la de un hombre fuerte y vivaz, el ‘yayo’ de verdad y el que tenemos que preservar siempre en nuestro corazón. El que mantuvo la cordura casi hasta el final y al que yo considero y consideré muy inteligente. Mi abuelo era un hombre callado, o por lo menos así lo recuerdo yo, manteniendo en silencio a no ser que alguien le preguntara o que la situación requiriera su quebrantamiento. Disfrutaba con pequeñas cosas, con una tarde de toros en Televisión Española, algo que no me gustaba y así se lo hacía saber, pero a él le daba igual, siguió viendo las corridas hasta que dejaron de televisarlas.
Otro de sus programas favoritos eran los documentales de animales. Esos que nos duermen a la mayoría, y supongo que a él también de vez en cuando, pero el caso es que le acompañaban, sobre todo cuando ya le fue imposible andar más allá de la plaza de al lado de su casa. Cuando fue así se sentaba en un banco y pasaba allí ratos muertos, distrayéndose mirando lo que ocurría a su alrededor.
Le gustaba estar con sus nietas, y en eso me considero infinitamente afortunada. El yayo jugó mucho conmigo. Había un juego en el que teníamos que aguantar sin enseñar los dientes, el que primero lo hacía, perdía. También me cantaba nanas, especialmente una que para mí era la suya. Una vez tuvo la paciencia de dictarme un libro entero porque yo me empeñé en transcribirlo. Habitualmente me venía a buscar al cole y me traía almendras para almorzar. Desde que murió no puedo comerme uno de estos frutos sin acordarme de él. Es su representación más cercana, las almendras cambiaron para siempre su significado desde que se fue.
Sin embargo, si por algo tenía pasión el yayo era por el guiñote. Después de comer se bajaba a echar la partidita, al Matadero en Zaragoza, al bar en Clarés. Y era imbatible. Por lo menos para mi prima y para mí. Una vez conseguimos ganarle entre las dos y fue el mayor triunfo de nuestra historia en lo que a cartas se refiere. Lo recuerdo con más alegría que cuando pasamos la primera ronda del campeonato de guiñote por parejas del pueblo. A veces me pregunto si le ganamos o se dejó. Ciertamente, muy malas cartas tenía que tener el hombre para que le venciéramos. En la playa sustituía la afición de las cartas por la petanca. A veces le íbamos a animar como buenas fans y algún trofeo se trajo para casa.
Y si hay un objeto que caracteriza a mi abuelo, a nuestro abuelo (porque tiene tres nietas), es su boina. La boina del yayo que tantas veces nos hemos puesto y le hemos puesto, con la que hemos jugado. No sé si tenía una, dos o cien, para mí era sólo una y era su boina, y pensar en ella me provoca un sentimiento muy especial.

En fin, que así quiero rememorarle, como el hombre tranquilo, el acomodador de cine nacido en Clarés de Ribota, el abuelo cascarrabias, el señor de la boina, el mejor jugador de guiñote del mundo mundial… nuestro yayo.

martes, 1 de julio de 2014

El mejor verano de tu vida

Tal vez cuando leas esto pienses que estoy loca. Que te quedan muchas más épocas estivales como para afirmar que este será el mejor verano de tu vida. Pero créeme, he pasado por ese periodo, y por unos cuantos más, y cada vez estoy más segura de que como aquél, no habrá otro.
Has terminado el bachiller, has aprobado la PAU (antes selectividad, después, Dios dirá en qué se convierte) y puedes afirmar que un ciclo de tu vida ha acabado para siempre. Miras con cierto rencor los muros de contención de ese edificio que te ha retenido durante seis años, después pasarás por su lado con nostalgia. No te voy a mentir, la universidad no está nada mal, es distinta, allí eres más libre, pero en el instituto has crecido, has comenzado a ser tú, tu futuro tú, has sentado las bases del adulto en el que te convertirás, en lo bueno y en lo malo. Y dentro de unos años justificarás tus acciones por lo que viviste allí. Y me darás la razón, ya verás.
Como decía has cerrado una etapa. Y dispones de tres meses para saborear la libertad de no tener que preocuparte por nada en especial, de no pensar en qué harás en septiembre, de ser feliz y disfrutar. Nunca más tendrás la certeza de que, a pesar de que has roto con algo, un nuevo horizonte se abre para ti. Después hay que lucharlo todo, pelearlo con rabia. La ilusión ya es distinta, siempre estará tildada de responsabilidad, de deber. Primero un curso tras otro, y aunque no tengas que estudiar para septiembre, tú sabes que no has terminado, y ya no es lo mismo. Cuando por fin completes tu grado… eso ya es otro cantar.
En este momento recorren tu cabeza mil planes. Tantos que no conseguirás realizarlos todos, pero es la ilusión la que te guía, el deseo hipnótico de ser feliz, porque por fin tienes tiempo para dedicarlo a todo lo que has dejado de lado durante el curso. Ya no sientes el cansancio, estás cargado de energía, hambre de mundo, de salir todas las tardes, con la misma gente y haciendo lo de siempre. Y sí, eso es la encarnación más próxima de la felicidad.
Y qué decir de la amistad. Nunca sentirás unos lazos tan fuertes como los que has estrechado durante estos años. Los amigos de adolescencia son los más intensos, los que más gustan y los que más duelen. Habéis luchado juntos y lo habéis celebrado juntos, en Salou, cómo no. Tal vez, y sólo tal vez, esa unión que crees inquebrantable algún día se rompa irremediablemente para siempre. Y no te darás cuenta, aunque te parezca algo improbable e irremisible. Incluso es posible que ni te duela perder a esas personas. Pero este verano son TUS AMIGOS, con mayúsculas y estás orgulloso de ellos, porque son importantes para ti. Harás otros a lo largo de tu vida, puede que sean hasta mejores, pero la sensación de grupo que tienes ahora ya no será tan intensa, y, sobre todo, nunca la sentirás tan irrompible.

Y así es, créeme. El mejor verano de tu vida. Así que, hazme un favor: disfruta.