Era ya de madrugada y no podía
dormir. Se levantó cansada pero insomne y salió a la terraza. Contempló el mar,
bravo, azotando con furia las rocas con sus olas, e intentó relajarse. El aire
le golpeaba la cara, su pelo volaba en todas las direcciones bailando con el viento,
enredándose, confuso, casi tanto como su corazón.
Un corazón resquebrajado por la
ausencia, apesadumbrado por el remordimiento, pequeñito, débil y arrepentido.
Una lágrima le recorrió el rostro y se desplomó por la pendiente de la mejilla
para terminar por caer suicida al suelo.
Se sentía sola porque así lo
estaba. Cuántas cosas había antepuesto a él. Había mil asuntos que hacer antes
que dedicar su tiempo a amarle. Había que progresar, prosperar… todo pros
convertidos en contras. Pensó que siempre estaría ahí, a la sombra de su éxito,
aguardando el momento de disfrutar con ella, de disfrutar de ella, de construir
un mañana juntos. Y sin que ella lo hubiera advertido, él se había hartado de
esperar a que llegara su turno.
Un buen día regresó de su muy luchado
trabajo y él no estaba. No quedaban sus cosas, no sentía su olor. Su presencia
se había evaporado junto con sus zapatillas de andar por casa, su cepillo de
dientes, su colección de DVD’s de Kubrick, sus sonrisas de buenos días, sus
besos de buenas noches.
Ya nada de eso estaba. Solo quedaba
silencio, distancia, desasosiego, sensación de haber hecho todo mal y de haber echado
de su vida lo más quería, aunque no lo supiera hasta esa noche oscura de
ventisca. Y es que, como bien dice Serrat: no hay nada más bello que lo que
nunca he tenido, ni nada más amado que lo que perdí.
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