Me asomé a la ventana. Es una
costumbre que tengo, cuando estoy cansada de tanto trabajar, me acerco y miro
lo que tengo enfrente. Tan sólo es otro edificio, no hay vistas al mar (qué mar
va a haber en Zaragoza), ni a ningún edificio emblemático, ni campos, ni nada
en especial. Un bloque con vecinos que a veces también salen al balcón y
observan mi fachada, tal vez espíen mis movimientos, quién sabe. Cuánto mal ha
hecho Hitchcock con su Ventana indiscreta.
O cuánto bien.
La cuestión es que, en mis ratos
de pausa, curioseo a ver qué se cuece por allí. Y lo vi. Lo vi tentando a la
suerte, a la gravedad, a la vida. Inconsciente del peligro que corría, paseando
tranquilo por el borde de la barandilla de la terraza. ¡Un gato! Sí, un gato (o
gata). Un siamés gordito, con su cara negra, sus patitas negras y su rabito
negro.
Me tensé. La caída significaría
su muerte. Es cierto que los felinos son dioses del equilibrio, pero éste
agotaría sus siete vidas si se desplomaba desde el sexto piso. Por muy de pie
que aterrizara, el golpe sería monumental. Acabaría aplastado contra la acera
con las tripas fuera. Simplemente de pensarlo me dio una náusea. Puse las manos
sobre el cristal y acerqué la cara empañando el vidrio con mi respiración. Quería
salvarle, pero no sabía cómo. Un grito lo asustaría y no serviría de nada.
Pensé en bajar a la calle por si se resbalaba poder cogerlo al vuelo. Pero deseché
la idea, por ridícula. Simplemente me quedé quieta contemplando la escena.
Sufro mucho con estas cosas. No
porque sea un gato. Cuando veo a cualquier acróbata me angustio. Es una mezcla
de admiración y miedo lo que se agolpa en mi corazón. Un nudo en el estómago
que ahoga el placer que nos da ver a los demás jugando con la muerte. Sobre
todo con los que se cuelgan de una tela y se desprenden girando
incontroladamente hasta quedar a unos centímetros del suelo. No puedo evitarlo,
el riesgo con control o sin él me ataca el sistema nervioso.
Pues eso me provocaba el animal.
Aunque en su especie sean conocidos por ser los magos de equilibrio, del sigilo
y de la precisión, sufría por su suerte. Él (o ella), sin embargo, no sabía lo
que era el miedo. Andaba hacia un lado, y después hacia el otro. Tenía todo
bajo control. Se detenía, se inclinaba para mirar al suelo. ‘Susto o muerte’,
parecía querer decirme. Hasta que al final, como si ya se hubiera cansado de
tenerme en vilo, saltó… tranquilos, hacia dentro del balcón, y se perdió
tranquilo por un salón que no alcanzo a ver desde mi posición de única
asistente al espectáculo. Suspiré aliviada y me senté en la silla. Se acabó el
descanso.
Acabo de mirar a través del
cristal. Ahí está. Esta vez no tan cerca del abismo, pero solo en la terraza. Es
precioso. O preciosa. No lo sé. Majestuoso, seguro, tremendamente ágil. Me
encanta mi vecino o vecina. ‘¡Quieto ahí!’ le grito en silencio. El gato me
mira y debe de sonreír para dentro. Se sube a la baranda mientras seguro que maúlla
desafiante ‘¿quién dijo miedo?’.
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