Habían venido a
mitad de la noche y le habían arrebatado a sus padres, y junto con ellos, la
niñez. Entraron desbocados y su madre la escondió rápido bajo la cama. Primero
mataron a su padre, que, inútilmente, trató de defender su casa. Su madre no
tuvo tanta suerte. Cuando cesaron los gritos, robaron su pobreza y se fueron
estrepitosamente, salió de su escondrijo para encontrar a la mujer que le había
dado la vida desnuda, desgarrada, humillada y asesinada. No tuvo fuerzas ni
para llorar.
Esperó a que se hiciera de día
abrazada al ya frío cadáver de su madre y se fue de casa con la espada de su
padre como compañera. Ya no era sólo una niña, era una niña guerrera. Confusa
se lanzó al bosque en busca de venganza. Era peligroso, pero ya nada tenía, así
que nada podía perder.
Cuando ya estaba en el corazón de
la arboleda y la humedad había calado en sus huesos y en su dolor, un bandido
se interpuso en su camino, puñal en mano y amenazas en los labios. Mostró los
dientes, negros y podridos, y se acercó desafiante a ella. No tenía nada que él
pudiera hurtar, aparte de su inocencia, y eso la envalentonó. La niña guerrera
alzó el acero, el hombre no esperaba un ataque, así que no tuvo tiempo de
defenderse. La joven hincó la afilada daga en ese cuerpo tres veces más grande
que ella. Atravesó carne, hueso y vísceras, no se explicaba de dónde había
salido tanta fuerza, quizá fuese su rabia. Levantó la cara y se topó con los
ojos del salteador. En ellos, antes encendidos por el odio, asomó una expresión de
sorpresa. En ellos, antes puro fuego, se apagaba la vida. Cuando se quedaron
gélidos e inertes, el hombre perdió la fuerza y ella soltó la empuñadura dejándole
caer. Se desplomó ensangrentado sobre la húmeda tierra y en ella se agolparon
los remordimientos.
El mar se alojó en su mirada y
las lágrimas le quemaron el rostro. Lágrimas de horror, rabia y
arrepentimiento. Sollozó acurrucada junto al tronco de un árbol, asqueada por
la injusticia de la vida, y preguntándose por qué para salvar su vida, había
tenido que sesgar otra. Cuando se recompuso, la niña guerrera arrancó la espada
del cuerpo del ladrón y siguió por la lúgubre senda, desconocedora de que en
pocas horas había envejecido cien años.
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