Hace más o menos una semana llegó a mi mente el recuerdo de mi abuelo. Al principio no comprendí por qué justo en
ese momento mi cabeza me lo devolvía, después, pensándolo fríamente, lo vinculé
con el inicio de los Sanfermines. Qué curioso que el cerebro pueda hacer esas
asociaciones totalmente inconscientes pero tan llenas de cordura. Mi abuelo no
nació en Pamplona, ni siquiera sentía especial devoción por esas fiestas. Mi
abuelo, simplemente, se llamaba Fermín.
Fue un momento triste, acordarse
de un ser querido que ya no está contigo siempre tiene un tinte de nostalgia y
dolor, pero sobre todo fue un recuerdo bonito y sereno. El rinconcito donde
almaceno mis memorias tuvo el detalle de revivirme al abuelo que yo conocí en
sus mejores días, alejándome de aquél al que la enfermedad dejó débil y carente de
voluntad y al que yo me asomaba buscando en el fondo de sus ojos el
reconocimiento, algo que me asegurara que era consciente de que estaba a su
lado.
Pero gracias a Dios, la imagen
que se me apareció fue la de un hombre fuerte y vivaz, el ‘yayo’ de verdad y el
que tenemos que preservar siempre en nuestro corazón. El que mantuvo la cordura
casi hasta el final y al que yo considero y consideré muy inteligente. Mi
abuelo era un hombre callado, o por lo menos así lo recuerdo yo, manteniendo en
silencio a no ser que alguien le preguntara o que la situación requiriera su
quebrantamiento. Disfrutaba con pequeñas cosas, con una tarde de toros en Televisión
Española, algo que no me gustaba y así se lo hacía saber, pero a él le daba
igual, siguió viendo las corridas hasta que dejaron de televisarlas.
Otro de sus programas favoritos
eran los documentales de animales. Esos que nos duermen a la mayoría, y supongo
que a él también de vez en cuando, pero el caso es que le acompañaban, sobre
todo cuando ya le fue imposible andar más allá de la plaza de al lado de su
casa. Cuando fue así se sentaba en un banco y pasaba allí ratos muertos, distrayéndose
mirando lo que ocurría a su alrededor.
Le gustaba estar con sus nietas,
y en eso me considero infinitamente afortunada. El yayo jugó mucho conmigo.
Había un juego en el que teníamos que aguantar sin enseñar los dientes, el que
primero lo hacía, perdía. También me cantaba nanas, especialmente una que para
mí era la suya. Una vez tuvo la paciencia de dictarme un libro entero porque yo
me empeñé en transcribirlo. Habitualmente me venía a buscar al cole y me traía
almendras para almorzar. Desde que murió no puedo comerme uno de estos frutos
sin acordarme de él. Es su representación más cercana, las almendras cambiaron
para siempre su significado desde que se fue.
Sin embargo, si por algo tenía
pasión el yayo era por el guiñote. Después de comer se bajaba a echar la
partidita, al Matadero en Zaragoza, al bar en Clarés. Y era imbatible. Por lo
menos para mi prima y para mí. Una vez conseguimos ganarle entre las dos y fue
el mayor triunfo de nuestra historia en lo que a cartas se refiere. Lo recuerdo
con más alegría que cuando pasamos la primera ronda del campeonato de guiñote por
parejas del pueblo. A veces me pregunto si le ganamos o se dejó. Ciertamente,
muy malas cartas tenía que tener el hombre para que le venciéramos. En la playa
sustituía la afición de las cartas por la petanca. A veces le íbamos a animar
como buenas fans y algún trofeo se trajo para casa.
Y si hay un objeto que
caracteriza a mi abuelo, a nuestro abuelo (porque tiene tres nietas), es su
boina. La boina del yayo que tantas veces nos hemos puesto y le hemos puesto,
con la que hemos jugado. No sé si tenía una, dos o cien, para mí era sólo una y
era su boina, y pensar en ella me provoca un sentimiento muy especial.
En fin, que así quiero
rememorarle, como el hombre tranquilo, el acomodador de cine nacido en Clarés
de Ribota, el abuelo cascarrabias, el señor de la boina, el mejor jugador de
guiñote del mundo mundial… nuestro yayo.
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