La inspiración se ha escapado.
Tal vez fue por la ventana abierta, salió volando en un suspiro y buscó un artista en el que posarse. Pero en mí ya no está. Me ha abandonado a mi
suerte con el ordenador delante y las teclas como enemigas. Las acaricio y siento
su tacto, pienso que si paseo las yemas de mis dedos sobre ellas mis manos se pondrán
a escribir solas un relato con o sin
sentido. Pero no es así.
Tampoco ha funcionado escuchar
música, la verdad es que eso nunca me ayuda. Las notas me enredan mientras
forman acordes y bailo en su pentagrama en vez de concentrarme en la página en
blanco. Son dos actividades que sólo pueden convivir si una prevalece de forma
muy evidente sobre la otra. Es decir, cuando estoy tan iluminada que no pararía
de redactar ni aunque un huracán arrollara mi casa. Todo se destruiría, pero
ahí quedaríamos nosotros tres: el ordenador, mi desatada imaginación y yo.
La siguiente opción es mirar a mi
alrededor. Pero poco pasa en esta revuelta tarde de junio. Los árboles se bambolean
obligados por el viento. La gente pasea, los niños ríen. El bar de enfrente
vive esplendoroso su mejor época, el verano. Momento en que decidimos bajar a
la calle y consumir refrescos, cañas, helados. El aire no aplaca este sublime
placer de quedar “a tomar algo”. Y menos en Zaragoza, si no te adaptas al
condenado cierzo mejor será que te mudes. La capital aragonesa podrá cambiar en
muchas cosas, pero él estará siempre ahí de testigo, haciendo que peinarse sea
una afición en vez de una obligación, porque para lo que te va a durar…
Es posible que haya sido ese aire
el que se ha llevado a mis musas. ¿Dónde estarán? Quizá acompañen a un músico
obstinado en componer una pegadiza melodía. A una bailarina que trata de
superarse exigiéndose mucho más de lo que su cuerpo aguanta. A un científico, a
un inventor, a un soñador que quiere cambiar el mundo. Sea quien sea el que tenga mi inspiración, por favor, aprovéchala bien y, sobre todo, devuélvemela mañana.